f) La unión

Para hablar de la unión de las familias Scoppa, Perfetti, Viñales y Giovanola, debo volver a traer al relato a personas ya nombradas, retrocediendo en el tiempo, a épocas en que casi todos estaban con vida. En la casa de la calle 49 e/19 y 20, la familia de Francisco Giovanola y Angélica Viñales, tenían como vecinos, en la casa lindera a la de ellos, a la familia de Vitaliano Perfetti y Rosa Scoppa. Delia Giovanola, aún no se había recibido de maestra, pero sus estudios ya estaban avanzados y le permitían colaborar en las tareas escolares de su vecina cinco años menor, Dora Perfetti. La tarea no resultaba nada fácil cuando Mario Giovanola, el hermano menor de Delia, se instalaba en el comedor, a observar las clases que su hermana le daba a Dora. Los dos, Dora y Mario, se quedaban mirándose con cara de estúpidos, embobados el uno con el otro. Es así como nace el amor entre ellos, saliendo recién de la niñez, Dora a los 14 años y Mario a los 18, comenzaron un hermoso noviazgo que terminó en boda, cuando el 1° de Diciembre de 1952, sellaron su destino y la unión de las familias, con Angélica Viñales como madrina, esperando en el altar junto a su hijo Mario, y Dora entrando a la Iglesia del brazo de su tío y padrino Silvio Capodaglio. Se fueron de luna de miel a Córdoba, al regreso instalaron su hogar en la casa del tío Silvio, la tía Checca y la nonna Rosa, en 51 e/ 22 y 23; la casa era muy grande y el corazón de los tíos también. Dora era la hija que no habían tenido, y los hacía muy felices tener al nuevo matrimonio con ellos. Se ubicaron en la piecita de la planta alta, y comenzaron su vida con alegrías y tristezas. Dora trabajaba como empleada administrativa de la Aseguradora Río de La Plata, y Mario tuvo muchos trabajos diferentes, ninguno le duraba demasiado, hacía negocios que inevitablemente fracasaban, era indudable que algo había heredado de su padre. Tuvo la mayor variedad de trabajos que uno pueda imaginarse: tuvo taller de remallado de tejidos, arregló radios, trabajó en la compañía telefónica, en el Ministerio de Educación, en Asuntos Agrarios, tuvo camiones, una ferretería en la calle 71 y 19, trabajó en un Instituto de Menores de Abasto, en la utilería del canal 2 de televisión, etc. De su abuelo Abramo, Mario heredó el carácter alegre y el estar siempre preparado para hacer bromas, a veces muy pesadas. Mientras que él no llegaba a nada concreto en lo laboral, era Dora quien por lo general solventaba la casa con su sueldo, a pesar de su asma, que no disminuyó con los años y que a veces la mantenía postrada en la cama. El martes 30 de Marzo de 1954, nació la primera hija, Adriana Beatriz Giovanola. Y así como Dora fue para Silvio la hija que la vida no le había dado, Adriana fue la nieta de su vejez; la adoraba, pero pudo disfrutarla muy poco tiempo, ya que falleció al año siguiente. Dora continuó trabajando, así que Rosa su madre era quien la cuidaba en esos horarios. Como a Adriana no le salía decir abuela, le decía “Lela”, y fue la forma en que la llamó desde ese momento y con el tiempo también su segunda nieta, yo, Gabriela Laura Giovanola. Nací el miércoles 17 de Diciembre de 1958, y mi hermana, Adriana, corría de la mano de Lela, para no perder el micro que las llevaría al Hospital Italiano, a donde iban a ir a conocerme, con una muñeca que me habían comprado de regalo; pero en la carrera, se le cayó y se le rompió, dicen que no tenía consuelo. Es una anécdota que puede parecer tonta, pero que en su momento, y para esa niña de cinco años, fue tan importante, que hasta el día de hoy lo recuerda. Adriana era de carácter tranquilo, calladita y dócil, no daba ningún trabajo en su crianza, yo en cambio hice renegar por las dos, caprichosa e indomable, traviesa y charlatana. Cuando yo tenía dos años, murió la nona Rosa, mi bisabuela y dos años después tía Checca. Mis abuelos maternos, Vitaliano y Rosa, “Lela” y “Lelo”, vendieron la casa de 49 e/ 19 y 20, y junto con su hijo Luis, nuestro tío y padrino, se mudaron con nosotros a la casa de 51, para facilitar así, la tarea de cuidarnos mientras mi mamá, Dora, trabajaba. Mi tío Luis se casó y durante algunos años vivimos todos juntos. El 30 de Septiembre de 1963, nació Claudio, su único hijo, del cual mi mamá fue la madrina, y con un carácter tan indomable como el mío; así que como es de suponer, nos peleábamos continuamente, y éramos dos para enloquecer a la pobre Lela. Dora era alegre, de corazón bondadoso y audaz, su risa era tan contagiosa, que hasta hoy nadie puede olvidarla. El primo, José Scoppa, la llamaba Clo Clo, porque decía que al reírse, parecía una gallina. Con su prima Tita, se adoraban, donde iba una, allí estaba la otra; Dora se quedaba a dormir en la casa de Tita, y a pesar de los cinco años de diferencia que existía entre ambas, se confiaban todos los secretos y compartían todos los momentos, buenos y malos; se sentían más que primas, como hermanas. No es mucho lo que puedo contar, ya que la mente, ese misterio donde el hombre aún no pudo entrar, ha hecho que borrara mi infancia casi por completo, en defensa de aquellos recuerdos que por malos o por buenos y perdidos, nos hacen daño. A mediados del mes de Junio de 1965, Dora se encontraba en cama, con un cuadro que el médico, Raúl Serio, diagnosticó como gripe. A pesar de la época invernal, el clima estaba caluroso debido al conocido veranito de San Juan. Después de unos pocos días de seguir las indicaciones y tomar la medicación que Serio le había recetado, se empeoró, y ante la emergencia se llamó a otro profesional, quien diagnosticó hepatitis; a causa de la medicación erróneamente indicada, se encontraba en estado de pre coma. “Los minutos son oro”, dijo, y él mismo la llevó a internar en su coche, no había tiempo de esperar una ambulancia. Fueron días de dolor y angustia, la gente venía a mi casa, a preguntar por su estado, yo presenciaba todo, pero con mis escasos seis años no tenía idea de la dimensión de lo que estaba sucediendo. Marta, la esposa de mi tío Luis y su cuñada, la cuidaba día y noche, y dicen que a mi papá no lo podían despegar de su lado; permanecía de rodillas al lado de la cama, llorando desconsoladamente. Pero todos los esfuerzos fueron inútiles: tras cinco días de internación, luchando entre la vida y la muerte, con tan solo 34 años, el viernes 25 de Junio a las 21 hs., falleció en el Hospital Italiano. A partir de ese instante, todo aparece en mi recuerdo como flashes imborrables. Lela, en medio de sus lágrimas, nos hizo arrodillar a Adriana y a mí, junto a ella, y rezar por nuestra madre, luego sin explicaciones nos sacaron de la casa; nos llevaron a dormir a la casa de Yolanda y Beatriz Pión; parientes muy lejanos, pero muy cercanos en nuestros sentimientos. Cuando estábamos saliendo de nuestra casa, en la galería de la entrada, nos topamos con dos hombres, seguramente parientes, que traían a mi papá, arrastrándolo por debajo de los brazos, casi desvanecido, y bañado su rostro en lágrimas; se detuvieron al vernos, como si no supieran cómo actuar, y alguien nos hizo darle un beso, como si eso pudiera calmar el dolor que estaba sufriendo. Por la mañana, nuestra tía, Delia Giovanola, fue a vernos y darnos oficialmente la desgraciada noticia. Primero a mi hermana, por ser la mayor, tenía 11 años, y después a mí. El velatorio, como era habitual en esa época, se realizaba en las casas, y nos dieron la posibilidad de elegir si estar presentes, o no. Mi hermana dijo que sí, en cambio yo, preferí ir a la casa del hijo de Yolanda, Raúl Pión, a jugar con su hija Marisa; la casa de ellos distaba sólo una cuadra de la mía, pero allí todo estaba igual, nadie se había muerto. No tenía conciencia real de lo que sucedía a mi alrededor, pero el instinto hacía que huyera de lo que estaba pasando. En algún momento del día, alguien fue a buscarme, a pedido de mi papá, para que me despidiera de mi mamá. Desde la vereda, estaban las flores y la gente. Entré caminando en medio de la multitud, habían abierto un camino y desde los costados me acariciaban la cabeza y me miraban con lástima. El olor a flores era tan intenso, que hasta el día de hoy puedo sentirlo, hasta que llegué hasta ella; aunque no recuerdo la imagen, sí recuerdo que alguien me alzó para que le diera un beso, dicen que fue mi papá. Me fui nuevamente a la casa de Raúl, y jugaba en la vereda con Marisa, como si nada hubiera ocurrido en mi vida, cuando de golpe una mano me llevó dentro de la casa, tratando de evitar que viera el cortejo fúnebre que se dirigía al cementerio. Tarde, yo ya lo había visto, y sabía qué era; no sé si lo sabía por haberlo visto otras veces, o simplemente algo muy dentro mío me lo decía. Mi hermana Adriana, fue al cementerio, y como si fuera poco lo que le estaba pasando, alguien le dio una cruz de rosas con las cuales, con sus solo once años, debió caminar detrás del cajón, encabezando el cortejo. Creo, más que recordar, que en nuestra vida nada volvió a ser lo que era. Durante muchos años, nuestro paseo, fue ir los domingos al cementerio, a la bóveda donde descansaban sus restos. Mientras Adriana y yo lustrábamos la placa, y llenábamos de agua los floreros, para poner en ellos la cantidad tremenda de flores que siempre comprábamos; nuestro padre se subía a un banco y destornillaba la tapa de madera del féretro de mi mamá, y aunque debajo se encontraba la tapa de cinc, el de todos modos pasaba el brazo como si pudiera abrazarla, y así se quedaba, llorando hasta el momento de irnos. En su dolor egoísta, nunca pudo comprender que no era él, el único que sufría, y que en lugar de ayudarnos a sobrellevar la pérdida, nos hundía cada vez más en el dolor. Su desequilibrio llegó a tal punto, que debieron internarlo durante un mes en una clínica psiquiátrica, donde se le realizó una cura de sueño. Nuestra infancia no fue muy feliz, no sólo habíamos perdido a nuestra madre, también perdimos un padre, porque en su necesidad de aturdirse y olvidar, no paraba un solo instante en la casa, se iba de viaje con sus amigos, o con la excusa del trabajo, ya que luego compró un taxi, sólo venía a dormir; pero cada día 25, de cualquier mes que fuera, nos prohibía que escucháramos música o miráramos televisión; como si el resto de los días, alguien pudiera olvidar, el vacío que había quedado en nuestras vidas. Pero no todo fue malo: Dios o la vida nos quitó a nuestra madre, pero en compensación, nos dejó a nuestra abuela, Lela. Ella a pesar de no haber podido superar nunca la muerte de su hija, tuvo la fortaleza suficiente para ocuparse de nuestra crianza y darnos todo el amor que a su alcance estaba, y era mucho. A partir de ese momento vivió sólo para nosotras, nos malcrió y sobreprotegió, pero de una forma que no se le puede reprochar, sólo agradecerle, porque fue exceso de amor, que nunca es exceso. A los 14 años, y a pesar de la oposición de nuestro padre, Adriana se puso de novia con Néstor Alfredo Pieroni, de 21 años. El noviazgo duró siete años, hasta el 27 de Diciembre de 1974 que se casaron en la Parroquia Nuestra Señora de la Victoria, en la calle 23 y 54. Habiendo pasado algo más de un año y viviendo en nuestra casa de 51 y 22, nació la primera hija, Romina Pieroni, el 9 de Febrero de 1976, ese día Lela cumplía 73 años, y como regalo nació su primera bisnieta, y mi primera sobrina y ahijada. Después de tantos años de tristeza, Romina selló el comienzo de un tiempo mejor; volvieron a nuestra casa la vida, la alegría y la esperanza, de la mano de cada niño que nacía. El 23 de Julio de 1980 nació el segundo hijo, Juan José Pieroni, y el 14 de Septiembre de 1988, el tercero y último, Ezequiel Pieroni. Lela, fue la única que conoció a cuatro de sus bisnietos, pues Vitaliano, Angélica y Francisco, ya habían muerto para ese entonces. Fue como bisabuela, a pesar de sus años, del mismo modo que había sido como abuela, atenta a cada necesidad, dándoles la mamadera, lavando los pañales, haciéndoles la comida; se dedicó a ellos como antes se había dedicado a nosotras. Con Romina y Juan José repitió la historia de nuestros primeros años: ella los cuidaba mientras Adriana trabajaba. Fue ejemplo de amor, dedicación y fortaleza ante la adversidad, y su muerte fue para nosotras como volver a perder a nuestra madre. Adriana, ya de casada, reabrió el antiguo despacho de pan de nuestra casa, luego se dedicó a la fabricación de ropa, la cual llevó la marca Apple Coach, y actualmente se dedica a la venta de purificadores de agua. Su esposo, Néstor Pieroni, desde los 22 años trabaja en una dependencia de gobierno, como empleado administrativo, y es el mejor entrenador de Básquet Infantil de nuestra ciudad. Romina Pieroni, a los 15 años fue la primera mujer argentina cinta negra de Karate Kempo, y se recibió de profesora de aeróbic. Hoy tiene 24 años y acaba de recibirse de Odontóloga y trabaja en el Club Platense, dando clases de gimnasia aeróbica. Juan José, juega al básquet desde los ocho años, y llegó a ser un jugador destacado, formando parte de la Selección Platense de Básquet, y hoy con 20 años terminó el segundo año de odontología. Ezequiel, con sus 12 años también juega al básquet desde los 6, y aún está cursando sus estudios primarios. Los tres viven con sus padres en la casa de 51, que nos viera nacer a todos, y de la cual son propietarios desde los primeros años de la década del 80. El lunes 29 de Septiembre de 1997, a las 9,50 hs, en el Instituto del Tórax, y tras una enfermedad de muchos años, falleció nuestro padre, Mario Giovanola, por una insuficiencia respiratoria causada por el cigarrillo. Con su muerte se fue el último de nuestros ancestros, y llegaron con más fuerzas las preguntas que siempre me había hecho, y que me motivaron a escribir este diario íntimo familiar. Con respecto a mi vida, no hay mucho destacable que contar: fui rebelde e hice renegar hasta el cansancio; me gustaba la escultura y el dibujo, pero no hice ninguna de las dos cosas, sólo algunos retratos al lápiz y como hobby. El 30 de Junio de 1978, a los 19 años, después de sólo ocho meses de noviazgo, me casé con Carlos María Rodríguez, de mi misma edad; por necesidad de tener una familia propia, hijos y ese clima de hogar que yo no recordaba, cometí el error de casarme arrebatadamente; como hice todo en la vida. Los primeros dos años vivimos con Lela, en la casa de 51; después comenzamos a alquilar y por lo tanto a deambular de casa en casa, sufriendo grandes padecimientos económicos. Como era previsible, me divorcié ocho años más tarde, en 1986. Pero también de los errores surgen cosas positivas y así fue que de ese fracaso surgió lo mejor que me pasó en la vida, el nacimiento de mis hijas. El miércoles 19 de Septiembre de 1979, a las 7,25 hs., en el Hospital Italiano, nació mi primera hija, María Laura Rodríguez Giovanola; y el martes 6 de Enero de 1981, a las 13,30 hs., en el mismo Hospital, mi segunda y última hija, María Agustina Rodríguez Giovanola. Cuando me divorcié mis hijas tenían 5 y 6 años, y las tres juntas comenzamos nuestra propia lucha de supervivencia. Trabajé durante unos 10 años, como facturista de clínicas, y desde hace 4 años trabajo como empleada administrativa de una obra social sindical. En los comienzos de mi divorcio, y para poder trabajar, inscribí a mis hijas en un colegio de doble escolaridad, en la calle 49 y 23, donde cursaron toda la escuela primaria. Desde muy chicas practicaron deporte: primero algo de patinaje artístico, un poco de natación y por último, a los ocho años comenzaron atletismo, llegando a ser muy buenas atletas. Las circunstancias hicieron que María Laura, por ser la mayor, debiera asumir en mis horarios de ausencia por trabajo, casi, el rol de madre ante su hermana. Fue algo que realizó con amor y esmero, cuidándola y atendiéndola como si no fuera también ella una niña de pocos años. Fue muy buena hija y alumna, y una atleta destacada que logró los títulos de Campeona Platense, Campeona Provincial, Campeona Nacional y Subcampeona Sudamericana, en las pruebas de 100 y 200 mts. llanos, Salto en Largo y posta 4 x 100, logrando a los 10 años el Record Platense de 50 mts. y a los 14 y 15 años, los Records Argentinos de 100 y 200 mts., respectivamente. A los 17 años, en 1997, se puso de novio con Gerónimo Poggi, con quien un año y medio más tarde, a los 19 años de María Laura y 18 años de Gerónimo, tuvieron un hijo. El domingo 18 de Octubre de 1998, a las 2 hs. de la madrugada, nació en el Hospital Español, mi primer nieto y el solcito de mi vida, Juan Ignacio Poggi. Debido a la corta edad de ambos y la falta de medios económicos, decidieron no casarse y continuar con el noviazgo, viviendo cada cual con sus padres, y así terminar con los estudios secundarios. María Agustina, mi hija menor, de carácter más fuerte y rebelde que su hermana, aunque más mimosa, fue también una excelente hija, alumna y atleta destacada en 100 y 200 mts. llanos, logrando del mismo modo títulos Platenses, Provinciales, Nacionales y Sudamericanos. Terminó sus estudios secundarios, y hace unos días, con 19 años, se recibió de Preparador Físico Deportivo. Adora a los animales en general, pero tiene debilidad por los perros y los caballos, como su abuelo Mario Giovanola. Juan Ignacio Poggi, como ya dije, nació el 18 de Octubre de 1998. Por deseo de mi hija, presencié su nacimiento y fui, después de su madre, la primera en tenerlo en brazos. Si antes dije que lo mejor que me pasó en la vida fue el nacimiento de mis hijas, ahora debo decir que el nacimiento de un nieto, no se puede describir con palabras, sólo se puede sentirlo. Juany, fue un bebé inquieto desde casi recién nacido, a los cinco meses corría con el andador y a los 9 meses caminaba solo por toda la casa. Le gusta mirar películas infantiles y es la única forma de tenerlo sentado. Le encanta jugar con pelotas, y con sus apenas dos años, es tal la destreza que posee, que nos da la impresión de que va a tener grandes condiciones deportivas; lo cual no sería llamativo, siendo hijo de una gran atleta y un buen jugador de fútbol, aunque Gerónimo, no llegó a niveles competitivos importantes. Es el primer niño de su generación en la familia, y el mimado de todos. Con sus dos años ya conversa mucho, aunque a veces hay que traducirle lo que trata de decir en su media lengua. Con él, retornó a la familia la ilusión de Papá Noel y los Reyes Magos. Otra vez a esconder los regalos y a poner agua para los camellos. Con él, se renovó la alegría ...

También volvieron las canciones de María Elena Walsh.. (Juani cantando 2 1/2 años)

Está terminando el año 2000, el segundo milenio ... y también una etapa de este diario, en el cual intenté resumir nuestra historia familiar de los últimos 150 años ... de aquí en más escribiremos entre todos, el futuro todavía incierto ....